Le brillan los ojos, anda con sus piernillas tropezando conscientemente contra los charcos generados por la lluvia de días atrás. Recoge su bici y pedalea a ratos con rabia para alcanzar la loma, otras sencillamente se deja llevar y respira. Aprendió a soltar el manillar y mantener el equilibrio; puede estirar los brazos y masajearse con la brisa que crea el movimiento.
Observa en el cauce a querubines que apuestan por sacar agua potable de unas posas cubiertas de lodo, paciencia en sus entrañas, tesón por y para vivir, andan casi de puntillas por la orilla, no hay que remover para tratar de sacar el preciado líquido sin demasiados visitantes.
Apura a dejar sus dos ruedas y su grácil silueta echa a correr hacia el barranco donde encontrar a los amigos que se aligeran en enseñarle una menuda rana, verde, de patas escuálidas y ojos tímidos. Conversan sobre lo que pueden hacer mañana y la pandilla aprueba en ir a la montaña, a esa inmensa mole que amuralla al pueblo. A ella le da algo de miedo, pues está lejos y desconoce el aguante de sus piececillos, no es lo mismo pedalear que andar y andar por esa escarpada roca, se dice, mientras hace esa mueca que hace estirar su boca en declive y arrugar su ojo izquierdo. Pero la curiosidad se impone y se une al grupo con el atrevimiento enganchado a sus pequeñas manos.
Aún asustada, se calza sus lonas de esparto y su pequeña talega. Contra su estómago las abejas parecen revolotear por su vientre, pero anda con garbo, dispuesta a disimular el miedo y los nervios de la osadía. Y ya por la senda, lo divertido de la aventura resuena entre las voces de los amigos que parecen abrazarla y cuchichearle que están para cuidarla, para cuidarse, para convertir un día en algo impalpable, cubierto de emociones e inquietudes.
La subida toma inclinación y el paso se aletarga, mientras la respiración acelerada no disimula el esfuerzo que apremia a tomar el preciado líquido que transportan en sus cantimploras de aluminio, de esas que vienen forradas de verde oliva y rosca difícil de acertar. Está inquieta, todos avanzan en fila por una pequeña vereda que se convierte en desfiladero por el que han de continuar para rodear la montaña que se apuesta extremadamente inmensa para sus ojos, ella es menuda y aquella pared se le hace demasiado esbelta cuando alza su cuello hacia las alturas, esa posición la hace tambalearse, vacilar en el pequeño terreno que ocupan sus pies, sus manos se adelantan a asirse a la pared para controlar la inclinación, uf! un suspiro de regreso hace que vuelva a situarse y tomar temple.
Algunos marchan callados, otros no paran de hablar contando aventuras pasadas, historias que podrían ocurrir en esa ladera, poniendo en jaque a más de uno y una, conquistando la piel para poner los pelos de punta. Alguien patalea una piedra y el zumbido de la velocidad y los chasquidos de ésta contra la roca, hacen apretar los dientes contra el labio inferior, allí inmóviles, parecen “eles invertidas” observando la rapidez con la que cae por aquella bajada. Ahora parecen ir más lentos, pero en realidad no lo es, sólo son los pensamientos que se adueñan cuando el peligro atraviesa el laberinto de las sienes. Todavía son capaces de animarse y proseguir en busca de sus objetivos, cada cual con sus interrogantes, cada quien con sus utopías, verdades y capacidades.
Se acercan al punto más alto, las sonrisas emergen cuando el último se acerca al grupo y hacen corrillo para celebrarlo. Todos instan para darse abrazos, brincan, contemplan y sitúan sus casas, señalando apresurados unos y otros. Observan por donde se pierde el valle y el quebrado aspecto que toma ya casi al final, el llano donde se hacen las fiestas, otros roques. Hablan removidos, alterados en deseos para otras incursiones dichosos de compartir, de saciar los temores y conocerse. Ella se siente capaz y las sacudidas de esas inolvidables sensaciones se incrustan en su sabia, las detiene y las retiene para mantenerlas.
Mientras, el reloj da la templanza va haciendo acopio en la piel en cada uno de ellos, divisan otra forma de volver, más larga, pero más segura, otra forma de dejar atrás, pero sin olvidar y llegan con el dulzor de tenerse, de mirarse y de saber de contar los unos con los otros.
Ella regala abrazos, cuenta con amigos, ha descubierto el aroma de la tierra, el tacto de la roca, el grato sonido del silencio, ha apelmazado la necesidad de brincar hacia el monte.
Llega al hogar y tumbada en el sillón con regaliz en boca, ya comienza a añorar la montaña.
Tortuga
6 comentarios:
Me gusta!
Otra vez con los psicotrópicos?. Pero es que no aprenden. Tienen que salir más al monte a que les dé el aire y despejar esas mentes llenas de ...........
Tortukiki.
Medusa, que esto no es un wassap, puedes ampliar el comentario, jeje.
Medusa se escaqueó en esta ocasión para no cocinar. La próxima no tiene excusa ( si no la fuerza pública a por ella). Propongo la trilogía el pato, el cochino y el champiñón ( vale también la seta). Tres platos diferentes con cada ingrediente base y a disfrutar, todos a preparar en casa de D.Frik.Eso sí, todos a currar, ehhhhhh.
Jaime.
Jaime! Tú tienes mucho nivel culinario... No estoy a la altura. Yo de pinche sólo!
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